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jueves, 22 de enero de 2015

Tiza en las manos

Le encantaba ese momento.

Frotarse las manos con magnesio antes de una actuación. Lo hacía lentamente, de forma minuciosa, un pequeño ritual. Desde hacía diez años, lo ejecutaba de igual manera, quizá ahora aún más despacio. Primero se acercaba al recipiente y miraba con detalle. Escogía un pequeño fragmento no deshecho con la mano derecha, con él se pintaba las líneas de la mano izquierda y después cada dedo siguiendo su longitud. Gruesos dedos de portor, con las uñas desaparecidas y deformadas tras años mordiéndoselas. Se cambiaba de mano el fragmento y repetía la misma secuencia en la mano derecha. Ahí volvía a coger otro trozo con la derecha y así, uno en cada mano, cerraba los puños e intentaba romperlos con pequeños movimientos. Después juntaba las manos, grandes y fuertes, encorsetadas por dos muñequeras que protegían su conexión con los brazos. Ya entrelazadas, rompía los fragmentos mientras se repartía por toda la superficie de sus palmas, cayendo el polvo sobrante en el recipiente. Lo hacía pausado, cada mano restregándose contra su opuesta, hasta que el mineral quedaba bien repartido.

Eso le relajaba y le mantenía la cabeza despejada, así no pensaba en nada. En los auriculares las Gymnopèdies de Satie lo aislaban del trasiego a su alrededor. No pensaba en los movimientos que tenía que hacer a continuación, ni en los entrenamientos previos, ni en las horas de trabajo que habían soportado esas manos, ni en los dolores de sus articulaciones, ni en el nuevo compañero. Los ágiles con los que trabajaba cada vez eran más jóvenes, y mejor preparados, con el descaro y la sonrisa marcados en sus rostros. Para su suerte, los portores no abundaban, pocos querían hacer esa labor sufrida que sólo se nota si sale mal, pocos con su bajage.

El magnesio también le alejaba del futuro, no pensaba en él, así estaba bien. Se notaba más cansado y dolorido, pero delante no había nada definido. Amigos suyos daban clases, otros se habían reconvertido a directores, otros trabajaban lejos de la lona. Nada de eso le convencía, así estaba bien. La actuación seguía saliendo limpia, y el público que intuía tras los focos parecía disfrutarla. Así estaba bien.

Una vez leyó que ese magnesio que compraba en tiendas especializadas no era sino carbonato de magnesio, más conocido como tiza. La tiza con la que se escribía en las pizarras de todo el mundo. Ese día sonrió. Él, que nunca fue amigo de los pupitres y prefería dar saltos por ahí, escribía cada noche en tiza sus manos, como si de un castigo se tratara. Escribir cien veces las líneas de su mano, las que le llevaron al circo y por ahora no parecían cortarse. Escribir cien veces para que no apareciera el temido sudor, para que el agarre no fallara.

Dos palmadas fuertes y bajaba los brazos a los costados. La nube de polvo caía lentamente frente a él mientras se quitaba los auriculares. Sólo entonces una mano joven le golpeaba el hombro.

"Miguel, nos toca"


Quizá un día descubriera que en sus palmas había aparecido una nueva línea, de esas que acechaban ya su frente, que se atrevía a cortar las que recorría con magnesio. Quizá ese día, empezara a escribir con tiza su futuro; total, siempre se puede borrar después.

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